Definitivamente una de las ventajas que le encuentro al invierno son sus mañanas desiertas de gente, la ciudad parece abandonada, un pueblo fantasma moderno. Lo cual para alguien que detesta la gente, es como el paraíso. No tenes que ver individuos con ropa que dice “GAP”, no tenes que escuchar motos paupérrimas con el caño de escape liberado para que haga más ruido y creamos que es una gran moto (ni los ciegos caen en esa), no nos vemos expuestos a conversaciones repletas de frases hechas sobre situaciones banales “ay, ¿y qué le respondiste?”, “yo soy muy buena, pero cuando me enojo...” “Yo siempre digo que...”, “Y es poco”, y todo un catálogo de muletillas que hace artificial y desagradable una charla en la misma manera que una mujer con demasiado plástico por todo el cuerpo.
En una mañana gris como la de hoy (de mis favoritas) además también los colores deben hacerse valer por sí mismos, sin la ayuda de un cielo soleado. Como el árbol con sus hojas secas que hacen un exquisito degradé de marrón claro a bordó, digno de una pintura, detuve mi caminata para apreciarlo bien, como un sommelier de pequeños paisajes. Cosas como estas ameritan llevar una cámara fotográfica todo el tiempo (volveré y sacaré esa foto). Como la vez que, en otra mañana de invierno en la que llovía vi a una joven madre sosteniendo a su niño con guardapolvo de jardín en brazos y este a su vez sostenía el paraguas que los cubría a los dos. La imagen me quedó grabada como una de esas cursis (pero a la vez bellas) postales de maternidad, el amor madre-hijo y como se ayudaban mutuamente.
Caminar en las mañanas de invierno es un ejercicio agradable.
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