“Pain is inevitable. Suffering is optional.”
― Haruki Murakami, What I Talk About When I Talk About Running
― Haruki Murakami, What I Talk About When I Talk About Running
El cielo no existe.
Hace una semana, como espero hacerlo hoy, salí a correr al estuario. Estaba frío, como de costumbre, pero estaba el sol: intenso y hasta demasiado intenso. La clase de sol que empalidece el cielo y deja a las nubes tan radiantemente blancas que nos obligan a bajar la vista o a sentir ese dolor de cabeza, tras los ojos, esa ceguera negativa que siempre me pareció el equivalente visual al jugo de limón.
El cielo parecía vedado. Demasiado glorioso para los ojos. Por otra parte, estoy muy cerca de despreciar los lentes de sol (algo que ver con el contacto visual y el poder, enteramente otro tema).
Seguí corriendo y el viento estepario me cortaba la cara. Siguió haciéndolo hasta que no hubo espacio en dónde cortar y mi rostro se volvió... como una máscara muda, que nada tenía que decir ni a nadie debía explicaciones. Sólo sabía que tenía que seguir moviéndome y ese conocimiento me resultaba suficiente. Sabía y quería hacerlo. Y dolía, a su manera; placenteramente. Siempre lo hace. Estoy casi completamente persuadido de que es placentero porque yo mismo me lo inflinjo. Yo decido.
Fucking ergo: el cielo no existe, pues inflingirse dolor de manera plenamente conciente y regulada es hermoso.
Y el cielo no existe porque una vez iniciada la secuencia dolorosa, sólo hay conciencia del dolor. Y mientras más perfectamente es ejecutada la secuencia, menos conscientes estamos: de hecho, mi estado mental corriendo es perfectamente absorto y vacío. Si existe un cielo, sólo seremos conscientes de que no estamos en él. O estaremos en él, pero apenas seremos concientes de ello, como en una placenta extrañamente ardua y hostil.
El cielo, el cielo espiritual, no existe, porque una felicidad perfecta necesita de mi cuerpo y del dolor que decido que recaiga sobre él.
El acto más puro es esta violencia.
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