lunes, 22 de octubre de 2012

009 - Collecting / Recollecting


22/10/12

Viajé dos mil quinientos kilómetros hacia el sur, en un camión pequeño, junto a un camionero de aproximadamente dos metros de altura. Un exgranadero. Me advirtieron que podía ser callado hasta la intimidación. Charlamos todo el viaje. Vendimos escobas por el camino. La pampa se volvió una estepa. Sin señal para los celulares, la gente se comunicaba a través de la radio para, por ejemplo, pedirle a los pastores que encerraran las ovejas en el establo. Mi padre sufrió un accidente de tránsito camino a casa del trabajo. Se rompió el talón. No pude estar. Vi también el mar y caminé por la arena (siempre pienso que no sé apreciar el mar cuando lo veo). Me despedí de Rogelio luego de tres días de viaje, creo. De ahí en más, solo. Esperando el colectivo comencé a leer La Guerra y La Paz, de Tolstoy. Huelga aclarar que no terminé aún mi lectura. En ese trayecto, de unas once horas, creí reconocer con certeza alguien hablando por teléfono, en la oscuridad, unos asientos más atrás. Coreano, supongo. El saber las palabras no eran chinas ni japonesas es lo bastante educado para un occidental. Las escuché como si debiera aprender algo de ellas hasta dormirme. Me despertaron otras, más conocidas. Alemán. Un recital dentro de una película. Una canción que sé de memoria, de hecho. Una pareja, ambos menores de edad, viajaban un par de asientos adelante. Tenían una hija, y de algún modo está mal no haber recordado su nombre. Gemelos de doce años en el asiento del frente me pedían que les hablara en inglés, y lo entendían. Descendientes de ingleses. Ahí aprendí que es más fácil aprender el acento local escuchando a los niños. Cuando llegué, me recibieron como un amigo que no era, pero en el que espero haberme convertido.  

En el trayecto y en los días que viví con el matrimonio amigo escribí un diario de viaje. Apenas unas seis o siete entradas. Necesitaba decidir un orden que fijara lo que me pasaba en palabras, porque se perdería. Todos los días perdemos esa clase cosas. Hoy alguien murmuraba para sí mismo en el asiento atrás del mío, en el colectivo. Todo el viaje intenté encontrar una palabra, pero apenas las articulaba. Podría estar rezando, o grabando un diario, repasando mentalmente lo que debía hacer hoy. Podía estar inofensivamente loco. Al bajar, noté, por su aspecto, que era, o había sido, africano. 

Esto fue media hora frente al teclado. La esperanza de haber rescatado algo para siempre no es del todo irracional. Pero insuficiente. A veces la memoria, o lo que consigo cifrar de la experiencia, se vuelve algo parecido a la casa de un acaparador compulsivo, o la tienda de un anticuario de dudoso criterio. En ninguno de los dos casos tenemos un hogar, aunque quizá un refugio. Del mismo modo, para una cosmogonía no nos alcanza con una serie de nombres y encantaciones, aunque quizá sí para un panteón, que no es menos terrible.

Pero ese ya es tema para otra entrada, y, por lo demás, puedo atesorar porque es valioso, no porque sepa qué hacer con ello. Y desde ya eso es efectivamente monstruoso.




3 comentarios:

  1. Wow... mencantó, F. Totalmente vos. Como estar escuchándote diciendo cada palabra. :)

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  2. ¡Hey, muchas gracias! Lo tendré muy en cuenta.

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  3. Que compromiso que la gente te tenga aprecio de entrada, en mi caso prefiero que sea al revés, así tengo esperanzas de remontar, de lo contrario solo queda la decepción.

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