jueves, 12 de julio de 2012

006 - *pei-


02/07/12 F

No es que sea un tema incómodo, sino que es la incomodidad como tema. Ese malestar que está siempre ahí, definitivamente el origen de las dos arrugas más pronunciadas de mi cara: paralelas, verticales, entre las cejas, permanentes.
El malestar de estar escribiendo esto en primer lugar. La fundada sospecha de que estoy efectivamente eligiendo las palabras adecuadas pero aún así el texto no satisfará. Pues el tema no sólo no es satisfactorio, sino que es la insatisfacción como tema.
Hoy no encontraba mis tarjetas: la que preciso para abonar el colectivo aquí y la otra, que registra mi ingreso al trabajo. Ambas estaban, no en mi billetera, que contenía un billete de dos pesos, sino entre las páginas de mi agenda, con la semana sin completar. Al bajar del colectivo, a cuadra y media del trabajo, el frío me recordaba que mi pelo seguía algo húmedo y que mi sombrero y bufanda no lo cubrían. El agua corriente tiene algo, o le falta algo, que hace que mi pelo se vuelva difícil de gobernar y debo humedecerlo para peinarme. No hay sol. Y los viernes no veo el sol, ni el cielo de día.
Que se entienda, además, que no preciso escribir esto. Aunque lo parezca, no es una queja. Es la incomodidad: lo que prefiero ignorar cuando quiero pensar en cosas bellas, o darme ánimo. Pensar en lo incómodo ni siquiera nos da una visión lúgubre u oscura de las cosas. Si así fuera, diría, por ejemplo:

“Cae la noche sobre la ciudad y las calles llevan el olor a pólvora como el aliento de una maldición”


Cuando, mirando al frente, en el colectivo, vemos el recuadro que queda de unas seis generaciones de anuncios pegados con cinta adhesiva contra el vidrio que separa la cabina del chofer de los pasajeros, es simplemente incómodo. Hay cierta impotencia tácita en el incómodo. En este caso porque no puedo, ni me corresponde, levantarme y, espátula y esponja en mano, limpiar el vidrio. Nada más absurdo.
Hay incomodidades, como la que se despliega en los aproximadamente cuarenta minutos que me toma concentrarme antes de preparar mis clases, cuyo fin es evitar otras. En este caso, el sentimiento de inadecuación ante una jornada improductiva. Y más aún: ante una estilo de vida que no nos dé un remanso. Descansar, literalmente acostarse, rara vez es un remanso, creo yo porque sólo se disfruta plenamente si estamos cansados. Pero no cansados de cualquier manera: las energías que fueron gastadas deben haber sido gastadas en las cosas indicadas. Por suerte, hay muchas cosas indicadas. Continuar con este texto en horario laboral no es una de ellas, permítanme una pausa.
La incomodidad es inevitable. Los minutos robados al deber pueden ser dulces como caramelos, pero todos sabemos qué pasa si comemos muchos caramelos.
La incomodidad, finalmente, no es dolor. No lo es siempre. Que una tarea te absorba, te haga fluir, te ponga al límite de tus capacidades, ciertamente resulta doloroso. Pero es así la felicidad. Un lugar donde poner el dolor y trabajarlo. Y esto es etimológicamente correcto, al menos si hablamos de mi versión apasionada de la felicidad. Luego, agotados, tendremos con suerte un descanso merecido.  
Por lo demás, esto último es todo lo que controlamos: cómo podemos trabajar. En este sentido, el buen ocio es trabajo, y del mejor. Sin ir más lejos, estar sentado y respirar es un arte y una medicina. ¿Y quién podrá jactarse de tener autodominio? Si me acerco a algo parecido, podré dedicarme a enseñar, y mereceré el nombre de profesor. Mientras me mantenga aprendiendo, seré estudiante, pero desplazándome en el continuum. Hacia el remanso, donde está
el maestro.

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